Crítica de «My father’s shadow» (2025), de Akinola Davies Jr.
¿Cómo navegar la ausencia de quien se ama y dice amarnos?
Una de las propuestas que nos brinda Akinola Davies Jr. en My father’s shadow proviene de los afectos, de la alegría, de la tristeza, de la confusión, e incluso del miedo que se siente en esos momentos de pérdida. Sentires que en la película experimentan los hermanos Aki y Remi en la relación con su padre y sentires a los que estamos expuestos cuando en un día de aparente descanso los niños, que juegan solitarios en una casa que luce como detenida en el tiempo, deciden emprender un viaje hacia Lagos, una de las ciudades principales de Nigeria, al ver que la figura fantasmal de Folarin, su padre, aparece irrumpiendo en la tensión que la quietud del lugar transmite.
Así, este filme que parte de la experiencia familiar del director, coescrita con su hermano Wale Davis, nos presenta un viaje que nos lleva de la calma de ese espacio rural al caos que Lagos atraviesa el 12 de junio de 1993. Esta es una fecha clave en la historia reciente de Nigeria, pero también en la historia de vida de estos dos personajes, pues es en esa misma fecha cuando entran en contacto con un mundo adulto a través de su padre, al que también descubren y comprenden por medio de comentarios, gestos y actitudes que develan de a pocos los rasgos de un hombre que parece ir y venir en la vida de sus hijos.
Los afectos entonces aparecen con la interacción entre los personajes. Aparecen con el gesto de Folarin al agarrar las manos de sus hijos mientras atraviesan las calles de un Lagos turbulento y con las miradas de confusión que cruzan Aki y Remi cada vez que descubren algo nuevo sobre su padre: su apodo, su posición política, sus relaciones o su definición de familia. Aparecen también con las atmosferas que nos brinda el filme y que nos dejan ver aquello que los protagonistas sienten: la soledad y tensión de los espacios grandes y vacíos, la alegría e inocencia de los juegos de un par de niños que dibuja y recorta sus muñecos, el miedo de lo que acecha mediante la mirada de los militares y unos pájaros carroñeros que vuelan en circulo como anunciando lo que está por venir, la tristeza por lo que se extraña expresada en lugares como un parque de atracciones en desuso y el dolor por lo que se va como aquellas olas del mar que todo se lleva.

Estos momentos no solo nos revelan la sensación interna y las preguntas que cargan consigo los personajes sino también dan cuenta, desde la mirada de estos niños, de los acontecimientos de ese 12 de junio, día en el que se disputaba el cambio crucial que dependía del resultado de las elecciones presidenciales. Dan cuenta también de las esperanzas que se desvanecieron cuando el gobierno militar de Ibrahim Babangida anuló los resultados que anunciaban la elección de M.K.O Abiola como nuevo presidente, de la rabia que esta imposición produjo en sus habitantes y del miedo que el aumento de la presencia y el control militar exacerbó.
En ese contexto, el 12 de junio no es una fecha elegida al azar, ya que al coincidir con el reencuentro nos muestra la estrecha relación que existe entre el contexto de un territorio y las decisiones individuales que toman sus habitantes, pues aquí, la ausencia de este padre también es el efecto de la falta de opciones de trabajo, de la disputa de una población por su futuro, de la acción política y la imposición militar, y de la construcción de una masculinidad que define a los hombres y especialmente a los padres como proveedores en medio de un ambiente de crisis.

My father’s shadow nos muestra esa relación mediante el ir y venir entre ambas esferas, entre ese contexto caótico, que es capturado en imágenes y que nos ubican desde una observación externa de los personajes, y la confusión de los niños protagonistas, que, desde sus ojos, nos hacen mirar hacia arriba todo el tiempo, a un mundo de adultos que aparecen grandes y en ocasiones imponentes y que se navega con ayuda de su papá que actúa como puente, brindando una sensación de seguridad ante constantes amenazas.
Así, los afectos que experimentan estos niños activan un ejercicio de reconstrucción del viaje que les permitió hacerle frente al vacío que quedó. Nos muestran una memoria fragmentada y caprichosa de aquel día, atando los trozos y organizándolos en primer lugar para volverlos a organizar en un nuevo orden. Este orden sigue lo que dicta el recuerdo a través del ejercicio mismo del montaje, que aparece fragmentado y cambiante, con imágenes que se repiten y diálogos que continúan, pero que presentan una combinación de acciones que se cortan mutuamente, como si el recuerdo cambiara a medida que se narra y la interrupción de la imagen es como si el rollo fílmico se acabara.
La edición nos aclara que aquello que vemos puede variar, pues no se trata del recuento de los hechos fidedignos de ese 12 de junio sino del trabajo emocional que existe al recordar, al pensar en el pasado e intentar navegar la ausencia a partir de los momentos vividos y las emociones que quedaron, porque a pesar de que ese ser que nos amaba ya no está con nosotros tiene la capacidad de definir lo que somos con aquellos afectos que se quedaron inscritos en la memoria y en el cuerpo.