Diario sobre instancias de una memoria

Escrito por Jennifer Dumes

Le Repas de bebé (1895, Louis Lumière) se conoce como la predecesora de las películas caseras, dado que dio los primeros indicios de documentar la vida doméstica. El fin era reproducir espacios de intimidad y resguardar imágenes del cotidiano de un seno familiar, por lo que el corpus de estas tomas se fue configurando en filmar cenas familiares, reuniones, paseos, etc. Más tarde, el género se posicionó desde una mirada materialista y se concentró en exhibir únicamente el lado próspero, digno de orgullo familiar de la vida de los sujetos documentados donde la proyección era el eje trascendente y revelador. Este volver transfería otra mirada, el sujeto filmado – ahora espectador – se conectaba con una tierra extranjera: el pasado, con un otro desconocido, que es él mismo, quien se mira desde el presente. 

En el cine, rememorar es un viaje que transcurre desde lo personal hacia lo político y viceversa. El documental autobiográfico Rampart (2021, Marko Grba Singh) se adentra en una narrativa dual donde se entrelazan distintos registros fílmicos, condensando dos tiempos que coexisten inseparablemente: la memoria involuntaria del director, impregnada por un retorno al pasado que combina imágenes de su infancia con el espacio presente, observado y moldeado desde una perspectiva personal. La película comienza con el recorrido estático del apartamento familiar abandonado, solo con la presencia de Marko. Pronto, se introduce un elemento fundamental y frecuentemente explorado en el cine documental: el archivo familiar, un repositorio de fragmentos de recuerdos familiares que encapsulan un trauma revisitado en el presente.

A medida que avanza el filme, el relato, guiado por este material de archivo, nos sumerge en un diario familiar donde las tiernas mascotas y las acciones inocentes del joven Grba se contrastan gradualmente con un conflicto que irrumpió de manera aleatoria para trastocar la intimidad del hogar: el bombardeo de la OTAN en Belgrado, Serbia. A partir de este evento, persiste una disyunción entre lo que se recuerda y lo que las imágenes de archivo evocan para el director.

El montaje trabaja para revelar quién enuncia, desde qué memoria y qué perspectiva: en el pasado, el abuelo no solo observa y registra, sino que también interactúa; en el presente, Marko responde a estos archivos que reaparecen en la versión final, constituyendo otra dimensión doméstica y temporal. Los planos del apartamento, la naturaleza y los edificios del entorno se convierten en una grafía, un testimonio que cuenta su propia versión de los eventos.

La aparición de estas imágenes forma territorios entrelazados narrativamente, aunque separados por la subjetividad expresiva del director, quien se mueve hacia adelante y hacia atrás en el tiempo, acercándose tanto al niño que fue como al adulto que se observa a sí mismo ahora. Así, la película se abre a la construcción de fabulaciones que exploran cuestiones estéticas y místicas sobre el plano y su duración, así como la fusión de imágenes personales con ajenas, derribando la frontera entre lo íntimo y lo colectivo. Un ejemplo de esto es la inserción de comerciales de 1998-1999, donde el acceso a este material no solo contextualiza, sino que también sirve para recuperar la memoria implícita de aquellos tiempos y el confinamiento autoimpuesto de las comunidades serbias.

En esta carta fílmica, el director dialoga consigo mismo y enfrenta los límites entre lo vivido, lo recordado y lo visto. Intenta responder cómo incluso los eventos familiares más insignificantes pueden encarnar una política indistinta entre la vida, el acto de registrar y el acto de mirar. Así, cuando el abuelo videógrafo de Marko dice «Estoy filmando» y otro personaje pregunta «¿Por qué?», a lo que él responde «para la historia», se convierte en un cronista de la vida antes y después de la histórica guerra civil yugoslava de los años noventa. Aquí, la grabación se convierte en un acto de resistencia que transgrede y se entrelaza en medio de la esfera privada. Las imágenes de niños jugando y luego huyendo por la explosión de una bomba, un perro ansioso y asustado, trascienden su mero registro para convertirse en una declaración social sobre un evento histórico que responde por sí mismo al motivo de grabar.»

Rampart se convierte en un refugio personal donde el director canaliza sus recuerdos traumáticos para liberarse de ellos, para dejarlos ir. Las imágenes hablan por sí solas y comunican lo que las palabras no pueden expresar. El reordenamiento de momentos evoca estados emocionales ligados al enfrentamiento con el pasado, arraigados en la premisa de abandonar el hogar familiar, que fue el epicentro de un trauma con impacto transgeneracional.

Este filme se compone de apuntes biográficos que resultan en una carta de transformación escrita a través del acto de poner en escena imágenes imborrables y una muralla fílmica deconstruida que también impide que los recuerdos de la infancia del director desaparezcan. De este modo, él hace frente al pasado, a la vida y al proceso de crecimiento, con todo lo que implica el no olvidar tanto una memoria personal como una memoria colectiva más amplia.