EDOC24: Retrato de un ángel en la frontera

Escrito por Gabriel Avecilla

No se puede comprimir en una palabra, mucho menos en seiscientos diez, la sensibilidad que alcanza el documental de Clarisa Navas. Al principio pensaba en que el deseo de Navas era intentar realizar una arqueología de lo humano, de lo sensible. Una especie de estudio sobre el desencanto del crecimiento que surge a partir de los mantos sociales y culturales que se impregnan en la piel del ojo y los labios de una persona. Y en medida lo es, porque el documental no descuida en ningún momento los dolores de ser invisibilizado en un lugar fronterizo como Puerto Elsa, tierra que se torna estanque en sus tantas inundaciones y que en ese instante llora en lugar de sus habitantes, tierra que incita raíces ocultas para que sus hijos salgan a buscar la comida que sus ramas no logran parir, tierra que al final de la tarde sigue siendo tierra madre de la cual cuesta desgarrarse. El documental muestra esto, pero se convierte en algo más.

Se convierte en diario, se convierte en crónica, se convierte en un secreto de susurro a oreja donde el público se mete en medio solo para entender la brusquedad de cómo un niño pasa de decir “la tristeza no es lo mío” hasta crecer y decir “ya no puedo más”. El príncipe de Nanawa se ve entonces como este diario que Ángel, el, llamémosle protagonista, alguna vez quiso tener. 

Y un diario no solo tiene descripciones o apuntes, tiene confusiones porque el papel se convierte en garganta y a veces todo se hace nudo ahí. La película muestra esos nudos, muestra ese choque de lo que un niño puede sentir y de lo que un adulto puede sufrir. Quizá cuando más se siente esta presencia de diario es cuando Ángel mismo lo escribe, cuando toma la cámara y se graba peleando, se graba aburrido, se graba riendo, se graba comiendo, se graba familia, se graba extrañando…a su padre, a su hermano, a Clarisa, a su Ángel pasado. El documental, para enseñar también que los diarios fílmicos no tienen la continuidad blanquecina del papel, decide poner los distintos y variados formatos de imagen que atraviesan la vida de Ángel: desde la verticalidad de su celular hasta los filtros tiktokeros. 

Sin embargo, la complejidad del documental recae para mí en la dosificación de vida de una persona que Navas consiguió. No vemos solo las divagaciones tiernas e infinitas que produce la infancia de un Ángel de nueve años, también vemos las dudas de un joven que puede cambiar de idea de convertirse en veterinario a militar después de sufrir un robo. Esas dudas y corajes son las que esculpen la complejidad de una persona de frontera, que es rechazado afuera y asfixiado adentro, como un bulto hirviente atrapado en una boca cosida que no logra ni salir ni acomodarse dentro.

Hay que imaginar que este es un trozo del diario de Ángel, un trozo que se convierte en El príncipe de Nanawa. Quizás hay más ángeles en la frontera, pero Navas tuvo la ternura de mostrarnos a uno cuya bondad y cariño por el mundo es impermeable. Al final, el documental pasa a ser diario, escrito a dos manos a veces, pero diario finalmente. No es un documento sobre Ángel, sino una escritura de la permanencia, una lucha de la esencia ante las carencias; es un diario que nace varias veces, que nace en los instantes en que Clarisa o Lucas ríen o se preocupan con Ángel, que nace en los abrazos, en las ausencias y que nace en las contingencias, que nace una y otra vez, y que al final parece nacer una última vez más.

El príncipe de Nanawa (2025), de Clarisa Navas

Texto publicado originalmente en la revista EL OTRO CINE, del Festival Internacional de Cine Documental «Encuentros del Otro Cine» EDOC, en la edición 24.