“Me gustaba mucho cuando venían visitas a la casa porque eso significaba convivir, hablar en voz alta, algo diferente al silencio que había siempre en casa”. Esa línea quedó resonando en mí cuando salí del documental Rotacismo, de Ricardo Ruales. Entre muchas escenas que me atraparon: <<la tierna aparición de su sobrina recordándole cuánto lo quiere, el proceso de terapia de lenguaje que empezó a los 24 años>>, que alguien podría pensar que comenzó tarde, pero yo siento que lo hizo justo en el momento en que estaba listo; lo que más me atrapó fue lo familiar.
Conecté profundamente con ese aspecto porque, como Ricardo, vengo de una familia tranquila, callada, católica y conservadora. Ese miedo que él sentía al no saber cómo enfrentar a su madre, porque intuía que se terminarían las noches de juegos de cartas o de amasar pan juntos si ella no lo aceptaba, también lo he sentido. Al ver su resiliencia me di cuenta de algo: esos miedos que parecían inquebrantables en realidad no son tan definitivos. Cuando uno se atreve a enfrentarlos, descubre que esos momentos familiares no necesariamente desaparecen.
Esa identificación se hizo aún más fuerte cuando pensé en la cercanía geográfica —Ricardo está a solo 45 minutos en avión y ocho horas en bus de mi ciudad—, pero parecía que compartíamos el mismo entorno familiar, las mismas dudas sobre identidad y sobre qué está “bien” o “mal”. El documental, en ese sentido, se vuelve un espejo cercano, incluso incómodo, porque lo personal que expone Ricardo resuena en lo personal que llevamos dentro.

Otra escena que me marcó fue la del padre sentado en la mesa, en silencio, durante lo que parecen dos minutos, aunque se sienten eternos. El comedor como espacio de familiaridad, como invitación a sentarme también yo en esa mesa. Pensé varias veces que el director cortaría, porque aparentemente “no pasaba nada”. Sin embargo, lo que ocurría era esencial: una comunicación sutil entre padre e hijo que se quieren, que comparten una misma condición, pero para quienes hablar resulta complejo.
En ese silencio, yo esperaba un cierre abrupto, pero no ocurrió. El papá simplemente terminó de desayunar, dijo “gracias” y se levantó. Ese gesto mínimo fue un recordatorio de que estaba viendo un documental-ensayo, un género que permite habitar los silencios y no apurarlos. En un filme tan íntimo como Rotacismo, esa pausa no es un vacío: es la respuesta. Es el espacio donde se encuentra la voz, la identidad y, finalmente, la aceptación.
Algunos espectadores sintieron que el documental no respondía del todo a la pregunta sobre la identidad. Yo creo lo contrario: respondió a la más importante, la de la aceptación. Y lo hizo desde la honestidad de lo cotidiano, con la fuerza de los silencios y la ternura de lo familiar.