«El cine nos hace comprender que la realidad es una construcción» Lucrecia Martel
Valentina o la Serenidad (2024) es un filme que explora las complejidades de la pérdida y el duelo desde la perspectiva de una niña. En el filme vemos el ethos comunitario y cariñoso del pueblo donde vive Valentina, el cual se arraiga en tradiciones de duelo de las comunidades mixtecas de montañas oaxaqueñas en México. ¿Cómo se procesa algo tan confuso y pesado en la infancia? Valentina encuentra una manera de sostenerse. Una no muy diferente de las fantasías que inventamos de niños, cuando necesitamos una armadura contra el vacío.
Valentina despierta, aún atrapada en su mundo de juegos, cuando la realidad le golpea: su padre ha muerto. Recibe la noticia vestida como una superheroína, con capa y valentía impostada. Valentina no llega a comprender lo ocurrido del todo – asegura que su padre está en camino de regreso. Además, los héroes no lloran. Los héroes tienen rayos iluminadores que desintegran todo el dolor. Así que vuelve a soñar.
Ella vive en fantasías y juegos, como si la realidad pudiera deshacerse. Pero al despertar, está en un funeral. Mira en la caja a un hombre hinchado y morado, que ella afirma no ser su padre – no entiende. Nosotros creemos entender lo que significa la muerte.
La madre de Valentina, en un afán de apaciguar la confusión de la niña y queriéndola proteger del dolor, le dice que su padre ahora vive en el río. Valentina, obstinada, empieza a ir al río religiosamente para conversar con su papá. Ella le habla y el río le susurra de vuelta. Valentina se cae, y en medio de las corrientes, cuando el río se la lleva, escucha a su papá hablándole en Mixteco. Desde ese día, Valentina decide aprender el idioma ancestral para poder comunicarse con su papá en el río.
La realidad llega con una nueva bofetada, esta vez, en la escuela. La obligan a leer allí, frente a las miradas de otros, sobre la definición de la muerte en varios lenguajes. Por primera vez siente que la muerte es real pero incomprensible. La mente de una niña tiene su propio lenguaje, donde lo que duele se esquiva, donde lo que es real parece un mal sueño. Me pregunto, ¿cómo se enfrenta una niña a algo tan vasto? Ella no lo hace. Niega. Como yo negué, como creo que todos negamos. Pero negar no detiene nada, y la ausencia encuentra grietas para filtrarse.
Valentina piensa que para estar con su padre necesita morir. La entiendo. ¿Cuántas veces el duelo se siente como un puente roto? ¿Cuántas veces deseamos cruzarlo, aunque no sepamos cómo? Ella lo dice en silencio, mientras deja de comer, mientras deja de moverse, mientras deja de jugar y soñar. El peso del sentir parece detener el mundo.
A través del fuego, en un temazcal, Valentina y su mamá se predisponen a transmutar sus emociones pesadas, su duelo. Me parece ver un eco de mis propios intentos, de buscar sentido en lo intangible. Y Valentina… ya no escucha la voz de su padre. Y le duele. Porque, ¿cuándo estamos listos para decir adiós?
¿Cómo explicarle a una niña que su superhéroe no volverá? ¿Cómo decirle que las hormigas siempre regresan a casa, incluso en la oscuridad, pero que los humanos no? ¿Cuándo estamos listos para decir adiós? ¿A qué edad podemos enfrentar la muerte sin rompernos? Valentina no tiene respuestas, y nosotros tampoco. Fingimos saber cómo enfrentar la pérdida, pero nuestra alma, como la de Valentina, se asemeja a un árbol quemado por dentro. Pretendemos entender la muerte, confiamos en libros que afirman que, cuando alguien se va, ya no podemos alcanzarlo. Pero Valentina sabe algo que olvidamos: que podemos encontrar a quienes amamos en el agua, en el viento, en una hormiga diminuta que camina hacia la luz. Porque el duelo es eso: un árbol quemado que insiste en dar sombra.

La directora y guionista Ángeles Cruz escribe esta historia desde un lugar profundamente personal, y logra transmitir toda esa intimidad en pantalla con una delicadeza admirable. Tener a una niña como protagonista en una narrativa tan cargada emocionalmente es un desafío, pero Ángeles lo aborda con una dirección contenida y precisa, brindándole a Valentina el espacio para expresar su duelo con naturalidad y verdad.
Es notable cómo la producción involucra a la comunidad, un gesto que convierte esta película en un acto de arte colaborativo, enraizado en el lugar y sus historias. Las decisiones visuales también son fundamentales para el impacto de la película: la cámara nos sumerge en el mundo de Valentina con planos que oscilan entre lo íntimo y lo contemplativo. Las tomas cercanas nos permiten sentir su duelo de manera visceral, mientras los planos generales nos invitan a entender el contexto, a conectar con el entorno que también respira la pérdida.
Esta combinación de imágenes inmersivas y planos abiertos refleja una realidad cercana y palpable, haciendo que la película no solo sea un retrato del duelo de Valentina, sino también una ventana hacia las emociones universales que la muerte despierta.
Seleccionada para cerrar el Festival Equis, esta obra permitió que el público ecuatoriano accediera a una producción profundamente sensible y necesaria, una que nos recuerda que el cine tiene el poder de conectar, de sanar, y de confrontarnos con las partes más humanas de nosotros mismos.