Javier González Díez
I.
Un planeta cuyo subsuelo contiene un recurso esencial para el funcionamiento de toda una civilización. Grupos de poder extranjeros compiten por el monopolio del comercio de este recurso. Expediciones de alto coste y riesgo para extraer esta sustancia del subsuelo, almacenarla y llevarla a otros lugares donde será procesada. Guerras que se arman por el control del planeta y de los procesos extractivos. Una población indígena poco conocida, considerada primitiva, que se opone a la extracción de estos recursos y que sueña un futuro ecológico diferente para su planeta ante la incredulidad o burla por parte de los extranjeros.
Así es el mundo de Dune, universo imaginado por el escritor Frank Herbert en 1965, llevado a la pantalla por primera vez por David Lynch en 1984, y más recientemente por Denis Villeneuve en 2021. Dune se focaliza sobre Arrakis, un planeta desértico, pero que contiene un producto esencial para el funcionamiento del mundo galáctico, la especia, fuente de una encarnizada guerra entre dos Casas rivales, los Atreides y los Harkonnen, ante la mirada hostil de una población nómada local, los Fremen. Un mundo lejano en el tiempo y en el espacio, un mundo de ciencia ficción pero, a la vez, muy real como fascinante.
II.
Mi interés por el mundo de Dune nace desde mi adolescencia y, en realidad, de manera algo casual. En efecto, Dune no es solo una novela o una película, es también uno de los primeros videojuegos desarrollados en los años 90, al principio de la era digital. Aunque ahora estas anécdotas pueden parecer prehistoria, recuerdo que en Italia, al principio de los años 90 aún no era común tener computadoras en casa. Mi padre tenía una en la oficina. De todos mis compañeros de colegio solo uno, cuyo padre era ingeniero, tenía una computadora en casa, que pronto se volvió el centro de atracción para todos nosotros. En las tardes después del colegio organizábamos sesiones de juegos en casa y, cuando sus padres nos lo permitían, empezábamos a descubrir el mundo de las computadoras a través de los juegos. Justo Dune fue el primer juego de computadora al que aprendí a jugar, antes en casa de este compañero y después, cuando ya tuvimos computadora, en la mía. Un juego cautivante y adictivo, que te sugería de manera implícita una serie de inquietudes sobre los dificilísimos equilibrios entre extractivismo y ecología, entre necesidades, promesas y compromisos políticos. El juego fue sólo la primera de una serie de etapas. Algunos años más tarde descubrí la película de Lynch, que vi por primera vez con unos compañeros del liceo en nuestras sesiones caseras de películas los sábados en la noche: una película muy particular, muy lenta, onírica, con actores que para nosotros, adolescentes, eran casi míticos. Sting en la parte del villano, Max von Sydow como écologo, una envejecida Silvana Mangano, actriz italiana que en su juventud había sido una sex symbol en películas en blanco y negro. Ya en la universidad me aventuré finalmente a leer la novela, que no me decepcionó, sino todo lo contrario: sus elaboradas argumentaciones, su trasfondo místico-ecológico, su particular mezcla entre cinismo político y mesianismo, sedujeron mi imaginación estimulando en los años siguientes reflexiones sobre las responsabilidades humanas en la transformación de un planeta.
III.
La nueva película de Dune en 2021 ha sido para mí un regreso a un universo conocido y familiar que había vivido a través del juego, de la primera película y de la novela, sobre el que ya había razonado, especulado y soñado abundantemente. Lejos de estar saturado por esta larga relación con el mundo de Dune, la película de Denis Villeneuve me ha parecido entusiasmante, mucho más profunda y potente de todo lo anterior. ¿Por qué? Creo que, simplemente, esta película ha sido capaz de interceptar una serie de inquietudes y preocupaciones que estaba viviendo en los últimos tiempos, ligados al debate sobre el antropoceno, el cambio climático, y mi intriga sobre cómo los antropólogos (sí, mientras tanto me he vuelto un antropólogo) podemos contribuir a las luchas de sensibilización sobre la emergencia ambiental. En efecto, la nueva película tiene una sensibilidad antropológica muy interesante. Por ejemplo, la primera escena en atraparme empieza con la voz de una chica Fremen que describe la llegada de estos extranjeros a su planeta para saquearlo. Esta adopción del punto de vista de los nativos faltaba en toda mi experiencia anterior con Dune, pero está ahora más en sintonía con mi perspectiva intelectual. Igualmente, el acercamiento de Paul Atreides (interpretado por un excepcional Timothée Chalamet) a los Fremen se funda sobre una serie de curiosidades, aperturas dialógicas y experiencias de escucha típicas del etnógrafo en el campo. La nueva película, por lo tanto, supera ese componente de paternalismo mesianico que un poco caracterizaba sea la novela, sea la película de Lynch: ya no se trata de un hombre blanco que llega a salvar a un planeta, tenemos más bien a un jóven inquieto, curioso y preocupado que busca acercarse e integrarse a una cultura y a un ambiente que no conoce.
IV.
Sin embargo, creo que lo más potente de Dune en este momento, es otro aspecto: a través de esta película, tenemos la posibilidad de ver reflejado un concepto que interpela la realidad que vivimos cotidianamente: el antropoceno. En un ensayo de hace pocos años, La gran ceguera (2016), el escritor indio Amitav Ghosh sostiene que nuestra sociedad es incapaz de pensar el tema del cambio climático, relegándolo a la literatura de ciencia ficción. La dificultad de conceptualizar el impacto del ser humano sobre el ambiente es el resultado de los procesos de subjetivación neoliberal, que nos empujan a pensar al mundo de manera antropocéntrica, considerando a la naturaleza como un simple escenario de la acción humana, a nuestra disposición para nuestro progreso. El hecho de que la naturaleza se rebele y nos desborde es inimaginable, pues reta nuestras capacidades de dominio científico y tecnológico sobre el ambiente. Por eso, el capitalismo neoliberal nos empuja a pensar en el cambio climático como ciencia ficción.


¿Esto es un problema?
Por mi parte, creo que no, y que podemos apropiarnos de la ciencia-ficción para en realidad conseguir retar al capitalismo y a su pensamiento antropocéntrico. Dune lo consigue muy bien: nos ayuda a imaginar un mundo extremo, un planeta empobrecido y considerado sólo en función de su explotación y de la utilidad de sus recursos. Pero este mundo imaginado, no es en realidad imaginario: es el reflejo real, y no ficticio, de nuestro mundo actual. La explotación de Arrakis por los Harkonnen o por parte de los mismos Atreides no es en realidad muy diferente del extractivismo en Amazonía o en Oriente Medio. La guerra entre las dos casas rivales no se aleja de conflictos como la invasión de Iraq por Estados Unidos por su petróleo. Finalmente, los Fremen no son tan diferentes de los indígenas amazónicos que resisten a los ganaderos y taladores de árboles.
Igualmente, Dune nos ayuda a imaginar una alternativa: el universo utópico de los Fremen, esta población nativa que vive en sintonía con su planeta, que sabe interpretarlo y que logra una convivencia pacífica hasta con sus seres más peligrosos, aquí representados por la brutal fuerza de los gusanos. Una cultura nativa que vive en equilibrio ecológico con su entorno, pero que también tiene un sueño de futuro y que, a pesar de su insignificancia y de las impactantes asimetrías en las relaciones de fuerza, continúa luchando para lograrlo. Pero este pueblo, ¿qué tiene de diferente con los pueblos indígenas de la Amazonía o de los Andes, que sueñan un mundo de armonía ecológica? Muy poco, podríamos decir: los Fremen reflejan todas esas poblaciones indígenas marginalizadas y excluidas, a veces ridiculizadas como ingenuas y primitivas, pero que poseen una sabiduría, una esperanza y un sueño de futuro ecológico que hoy se vuelve más necesario que nunca.
Y, finalmente, está Paul Atreides. Un jóven aristócrata, entrenado, educado, en apariencia perfecto, destinado a ocupar un lugar importante en un mundo de poder. Pero esto no pasará: atravesado por las inquietudes, Paul renuncia a este destino, y se acerca al mundo Fremen, para volverse uno de ellos y empezar a soñar junto a ellos un mundo diferente. En este sentido, pienso que la figura de Paul tiene el potencial de reflejarnos: a todos los que empezamos a dudar en el status quo del capitalismo, a darnos cuenta de su potencial destructivo para el planeta y a poner en discusión sus bases, explorando posibles alternativas en diálogo con quienes ya las han formulado.
El mundo de Dune no es una simple historia de ciencia-ficción: es una historia que a través de la ciencia-ficción nos ayuda a imaginar y entender problemas actuales y acércanos. En este sentido, es una ciencia-ficción muy real y, en este momento, más necesaria que nunca.
